La actitud de la Iglesia Cristiana hacia la danza, a partir del S IV y durante toda la Edad Media fue ambivalente. Por un lado encontramos el rechazo de la danza como catalizadora de la permisividad sexual por líderes de la Iglesia como S. Agustín cuya influencia continuó durante toda la Edad Media. Por otro lado, antiguos Padres de la Iglesia intentaron incorporar las danzas propias de las tribus del norte, Celtas, Anglosajones, Galos en los cultos cristianos.
Las danzas de celebración estacional fueron a menudo incorporadas a las fiestas cristianas que coincidían con antiguos ritos de fin del Invierno y celebración de la fertilidad con la llegada de la Primavera. A principios del siglo IX Carlomagno prohibió la danza.
La danza continuó como parte de los ritos religiosos de los pueblos europeos aunque camuflados con nuevos nombres y nuevos propósitos. Durante esta época surgió una danza secreta llamada la danza de la muerte, propiciada por la prohibición de la iglesia y la aparición de la Peste Negra. Comenzó como respuesta a la Peste Negra que mató a mas de 50 millones de personas en 200 años. Esta danza se extendió desde Alemania a Italia en los siglos XIV y XV y ha sido descrita como una danza a base de saltos en la que se grita y convulsiona con furia para arrojar la enfermedad del cuerpo. En las cortes aristocráticas se dieron las «danzas bajas», llamadas así porque arrastraban los pies, de las que se tiene poca constancia. Fueron más importantes las danzas populares, de tipo folklórico siendo famosas las «danzas moriscas», que llegaron hasta Inglaterra.
El advenimiento del Renacimiento trajo una nueva actitud hacia el cuerpo, las artes y la danza. Las cortes de Italia y Francia se convirtieron en el centro de nuevos desarrollos en la danza gracias a los mecenazgos, a los maestros de la danza y a los músicos que crearon grandes danzas a escala social. Al mismo tiempo la danza se convirtió en objeto de estudios serios y un grupo de intelectuales autodenominados la Pléyade trabajaron para recuperar el teatro de los antiguos griegos, combinando la música, el sonido y la danza.
En la corte de Catalina de Medici, la esposa italiana de Enrique II, nacieron las primeras formas de Ballet. En 1581, Baltasar dirigió el primer ballet de corte, una danza idealizada que cuenta la historia de una leyenda mítica combinando textos hablados, montaje y vestuario elaborados y una estilizada danza de grupo. En 1661, la danza barroca fue autorizada por Luis XIV de Francia quien también estableció la primera Real Academia de Danza. En los siglos siguientes el ballet se convirtió en una disciplina artística reglada y fue adaptándose a los cambios políticos y estéticos de cada época.
Las danzas sociales de pareja como el Minuet y el Vals comenzaron a emerger como espectáculos dinámicos de mayor libertad y expresión. En el siglo XIX, la era del ballet romántico refleja el culto de la bailarina y la lucha entre el mundo terrenal y el mundo espiritual que trasciende la tierra, ejemplarizado en obras tales como Giselle (1841), Swan Lake (1895), y Cascanueces (1892).
Al mismo tiempo, los poderes políticos de Europa colonizaron África, Asia y Polinesia donde prohibieron y persiguieron las danzas y los tambores por considerarlos bastos y sexuales. Esta incomprensión de la danza en otras culturas parece cambiar al final de la Primera Guerra Mundial y las danzas de origen africano y caribeño crean nuevas formas de danza en Europa y en América.
Durante el neoclasismo el ballet experimentó un gran desarrollo, sobre todo gracias al aporte teórico del coreógrafo Noverre y su balle d'action, que destacaba el sentimiento sobre la rigidez gestual del baile académico. Se buscó un mayor naturalismo y una mejor compenetración de música y drama, hecho perceptible en las obras del compositor Christoph Willybald Gluck, que eliminó muchos convencionalismos de la danza barroca. Otro coreógrafo relevante fue Viganò, que dio mayor vitalidad al «cuerpo de ballet», el conjunto que acompaña a los bailarines protagonistas, que cobró independencia respecto de estos.
La danza romántica recuperó el gusto por los bailes populares, las danzas folklóricas, muchas de las cuales sacó del olvido. Surgió el clásico vestuario de ballet. También introdujo el baile sobre las puntas de los pies, en el que destacaron Taglioni y Elssler. En bailes populares, continuó la moda del vals, y aparecieron la mazurca y la polca. Con el nacionalismo musical, el centro geográfico en cuanto a creación e innovación pasó de París a San Petersburgo, donde el Ballet Imperial alcanzó cotas de gran brillantez, con un centro neurálgico en el Teatro Mariinski –y, posteriormente, en el Teatro Bolshói. La figura principal en la conformación del ballet ruso fue Petipa, que introdujo un tipo de coreografía narrativa donde es la propia danza la que cuenta la historia. Hizo ballets más largos, de hasta cinco actos, convirtiendo el ballet en un gran espectáculo, con deslumbrantes puestas en escena, destacando su colaboración con Piotr Chaikovski en tres obras excepcionales: La bella durmiente (1889), El cascanueces (1893) y El lago de los cisnes (1895). A nivel popular, el baile más famoso de la época fue el can can, mientras que en España surgieron la habanera y chotis.
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